jueves, octubre 13, 2005

El totalitarismo de la alegría

Recogido de un artículo en el suplemento de El Nacional, Todo en Domingo, el autor: Rafael Osío Cabrices.

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Varias encuestas han establecido que los venezolanos somos los seres más felices de América Latina. Los extranjeros se rascan sus desconcertadas cabezas. ¿Cómo es posible, se preguntan, que este país no haya dejado de hacerse más pobre y más violento desde dos décadas para acá, y la mayoría declare orgullosa a los encuestadores que vive siempre contenta?.
Lo que esos investigadores tal vez ignoran es que aquí no es relevante si nos sentimos bien o no. Lo importante es parecer alegre, pletórico de gozo vital y de sentido del humor. Los encuestados habrán dicho que son felices, aun cuando lleven, como se dice, la procesión por dentro.
En este país con más de 2.000 kilómetros de costa sobre el Caribe está mal visto andar de mal humor. A los que nos hemos atrevido, con el riesgo de ser considerados parias intratables, a manifestar otros estadios del espectro emocional y ser sinceros sobre el mal rumbo que toman las circunstancias, se nos califica de inmediato de “nubegrises”, “chupetica de ajo” y otros epítetos aún más elocuentes que es mejor no citar aquí.
En este país, cualquier extraño –un portero, una ascensorista, la cajera de un McDonald’s, alguien que te acaban de presentar– se siente con derecho a decirte cómo debes sentirte y cómo no, apenas osas salirte del estrecho repertorio de chistes tontos, risitas automáticas y “miamores” con que el manual básico de venezolanidad te insta a relacionarte permanentemente con los otros, no se sabe si con beneficios claros para la convivencia.
–¡Bueno, chico, pero no te molestes, hazme el favor, vale, en la vida no se puede ser así!.
Como resultado, los circunspectos rebeldes estamos expuestos a ser amonestados con una especie de vitalismo de bolsillo que se pretende universal y sagrado. Se te ordena ser feliz, o al menos, simularlo. En este instante, mientras usted lee esta frase, puede haber varios ciudadanos venezolanos diciendo (con la frente en alto, gesticulando con varias partes del cuerpo): –¡Ay, no, mi amor, la vida es muy corta pa’ andá amargao, con esa cara amarrá, qué va, mijo!.
Un amigo uruguayo que se crió en ese Caribe extremo que es Maracaibo y luego se devolvió a Montevideo se queja de que allá en el Sur la gente es “aburrida”. Y, bueno, realmente en el Río de la Plata no hay nadie bailando en los supermercados con la música de ambiente ni programando en el ringtone del celular el tema de “Pedro el escamoso”; lo común es que todo el mundo se esté quejando dolorosamente de lo mal que están, aunque no tengan ni de lejos la inseguridad, el tráfico o el desorden que sufrimos nosotros. Pero mi amigo sureño no toma en cuenta que ese mandato colectivo a estar contento que rige en Venezuela tiene sus defectos también. Me imagino que no ayuda a los tímidos a desinhibirse, que en una fiesta en la que no saben muy bien qué hacer se les eche encima un cardumen de gente y entre gritos los tomen de los brazos, como en un linchamiento, los inserten en uno de los famosos trencitos, “vaaaaamos negro pa’ la conga”, y los fuercen a aferrarse a los cimbreantes riñones de un desconocido.
Y tampoco me parece que contribuya al enriquecimiento espiritual o intelectual de nadie que en el cine haya siempre personas que se ríen hasta de alguna tristísima película danesa, porque de otro modo sienten que perdieron los reales o se van a dormir.
Aquí prácticamente no se puede presionar el obturador de una cámara sin clamar “¡chico pero ríete, no juegue!” y ni en los velorios dejan de circular los chistes más escabrosos. Y eso nunca acabará. Los “raros” estamos condenados a aislarnos o a clavarnos una sonrisa artificial, como el Guasón. El día que se acabe el mundo, entre columnas de fuego y montañas de escombros, se verá a un venezolano deambulando, buscando sobrevivientes con el siguiente llamado apocalíptico: –Bueno, ya no hay que trabajar más nunca. ¿Quién se va conmigo de rumba? ¡Jh!.
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